jueves, 3 de noviembre de 2016



Introducción 


El presente blog contiene la biografía de Darío Herrera, sus logros y cuentos mas destacados. 
Darío Herrara destaca sobre todo en el género narrativo, aunque en vida es reconocido sobre todo por su poesía. Gozó de prestigio continental y disfrutó del aprecio de los mejores escritores de su época. La obra poética de Herrera se caracteriza por una marcada influencia de Ruben Darío, y al igual que los parnasianos, demuestra una constante preocupación léxica y formal. En 1903 publicó Horas lejanas, el primer libro de cuentos publicado por un panameño y donde se recioge el cuento "La nueva Leda. 





Biografía de Darío Herrera


Darío Herrera nació el 18 de julio de 1870 en Panamá cuando era todavía parte de Colombia. Su madre fue Juana de las Rosa, panameña, mientras que su padre, Lino Clemente Herrera, era de ciudadanía colombiana residente en Panamá. Alguno eruditos piensan que la nacionalidad de Lino de gran influencia en la decisión de su hijo en ser diplomático en América Latina y posteriormente en Francia. Se conoce poco de la niñez o adolescencia de Herrera. Se sabe que era un ávido lector, autodidacto y siempre deseoso de compartir su apasionado amor por las letras.
Viajó por varios países sudamericanos, especialmente Perú, Chile y Argentina. Se radica en Buenos Aires, en donde frecuenta los ambientes literarios y vive dedicado al periodismo y a la enseñanza de la literatura. En 1904 se embarca para Francia con el fin de ocupar el cargo de cónsul en Saint-Nazaire, pero sus aspiraciones se ven frustradas por motivos de salud. En 1908 estuvo en Méjico y allí se desenvuelve como periodista desde las columnas de El Imparcial. Fue cónsul en Callao y Valparaíso, ciudad en la cual muere el 10 de junio de 1914.
El los círculos literarios contemporáneos, Darío Herrera es un escritor prácticamente desconocido. En la introducción al libro de Herrera "Horas lejanas", Rodrigo Miró considera al escritor "la figura más conspicua de la literatura panameña". Aunque fue pionero del  Modernismo en su país, su nombre ha quedado en la sombra por figuras mejor conocidas como José Martí, Julián del Casal, Rubén Darío y José Asunción Silva, todos precursores del Modernismo en Hispanoamérica.
La reedición de Hojas lejanas constituye un tardío acto de justicia que permitirá colocar en sitio adecuado, dentro del panorama de las letras continentales, el nombre de Darío Herrera. Horas lejanas es el primer libro de cuentos publicado por un panameño, obra que dio momentánea beligerancia, en las letras hispanoamericanas de la aurora del siglo, al pequeño país del Istmo. Se destacan las virtudes estilísticas de Herrera, su perfecto dominio del idioma, su fina sensibilidad y buen gusto.

Horas Lejanas es el primer libro de cuentos publicado por un panameño, obra que dió momentánea beligerancia, en las letras hispanoamericanas de la aurora del siglo, al pequeño país del Istmo. Se destacan las virtudes estilísticas de Herrera, su perfecto dominio del idioma, su fina sensibilidad y buen gusto. Se pone al alcance de todo panameño, de todo interesado en la expresión literaria, un gran libro, honra de su autor y de las letras panameñas. Libro que inicia, rigurosamente hablando la etapa republicana.

Darío sufrió graves dolencias nerviosas. En una ocasión en Cuba su salud empeoró hasta el punto de tener que ser internado en el sanatorio del Dr. Malberty, para enfermos mentales. Se dice que este sanatorio fue el posible inspirador de su narración “Almas Dolientes”. Sobre este particular, Miró nos menciona en la introducción de Lejanías: “Antes de dejar Buenos Aires tuvo su primera crisis. Y no  acababa de llegar a París, recién nombrado Cónsul en Saint Nazaire, cuando debió ser internado en una clínica. Lo mismo ocurrió en La Habana, en el viaje de retorno. Max Henríquez Ureña cuenta que se creía perseguido. Y su estado de ánimo distaba mucho de ser saludable a su arribo a México en 1908”.
Murió en Valparaíso, Chile, a los cuarenta y cuatro años, el 10 de junio de 1914, donde se desempañaba como Cónsul de Panamá en ese país.



Logros






  • Como periodista desarrolló una intensa actividad en diarios y revistas de Hispanoamérica. Entre otras publicaciones, colaboró con La Nación de Buenos Aires, El Imparcial y Mundo Ilustrado de México, La Habana Elegante y El Fígaro de Cuba, La Quincena de El Salvador, etc.




Cuentos 



LA ZAMACUECA


de Darío Herrera

En Valparaíso, el 18 de setiembre. La ciudad, toda ornamentada con banderas y gallardetes, vibraba sonoramente, en el regocijo de la fiesta nacional. La población entera se había echado a la calle, para aglomerarse en el malecón, frente a la bahía, donde los barcos de guerra y los mercantes –engalanados también con las telas simbólicas del patriotismo cosmopolita– simulaban actos triunfales, flotantes y danzarines sobre el oleaje bravío. En el fondo, por encima de los techos de la ciudad comercial, asomaban las casas de los cerros, cual si se empinaran para atisbar a la muchedumbre del puerto. Las regatas de botes atraían a aquella concurrencia heterogénea. Y, en la omnicromía de su indumento, ondulaba compacta y vistosa bajo el sol primaveral, alto ya sobre la transparencia de azul.
Con el inglés, Mr. Litchman, mi compañero de viaje desde Lima, presencié un rato las regatas. Los rotos de piel curtida, de pechos robustos y brazos musculosos, remaban vertiginosamente; y al impulso de los remos los botes, saltando, cabeceando, cortaban con celeridad ardua, las olas convulsivas.
–Hay bailes hoy en Playa Ancha? –me preguntó Litchman.
–Sí, durante toda la semana.
–Entonces, Si le parece, vamos... Son más interesantes que las regatas.  Estos hombres no saben remar.
Un coche pasaba, y subimos a él. Salvamos rápidamente las últimas casas del barrio sur, y seguimos por una calzada estrecha, elevada algunos metros sobre el mar. El sol llameaba como en pleno estío, y ante el incendio del espacio, la llanura oceánica resplandecía ofuscante, refractando el fuego del astro. Al mismo tiempo, soplaba un viento marino, glacial por su frescura; y así el ambiente, dulcificado en su calor, amortecido en su frío, hacíase grato como un perfume. A un lado, abajo, el agua reventaba, con hervores estruendosos con sonoras turbulencias de espuma. Al otro, se alzaba, casi recto, el flanco del cerro, a cuya meseta nos dirigíamos; y lejos, en la raya luminosa del horizonte, se perdía gradualmente la silueta de un bosque.
El coche llegó al término de la ruta plana, e inició luego el ascenso de la espiral labrada en el costado del cerro. Ya en la meseta, con amplitud de valle, apareció en toda su magnificencia el paisaje, prestigiosamente panorámico. Frente, el mar, enorme de extensión, todo rizado de olas, reverberante de sol; atrás, la cordillera costeña, recortando sus cumbres níveas en la gran curva del firmamento a la izquierda, próxima, la playa de arena rubia, y a la derecha, con su puerto constelado de naves, con su aspecto caprichoso, con su singular fisonomía, Valparaíso, alegre hasta por la misma asimetría de su conjunto, y radiante bajo el oro del sol.
En la meseta, a través de boscajes, vestidos por la resurrección invernal, aparecía una extraña agrupación de carpas, semejantes al aduar de una tribu nómada. Detrás, dos hileras de casas de piedra constituían la edificación estable del paraje. Y de las carpas y de las casas volaban ritmos de música raras, cantares de voces discordantes, gritos, carcajadas: todo en una polifonía estrepitosa. Cruzamos, con pasos elásticos, los boscajes; bajo los árboles renacientes encontrábamos parejas de mozos y mozas, en agreste idilio, 0 bien familias completas, merendando a la sombra hospitalaria de algún toldo. Nos metimos por entre las carpas: alrededor de una, más grande, se aprestaba la gente, en turba nutrida, aguardando su turno de baile. Penetramos. Dentro, la concurrencia no era menos espesa. Hombres, trajeados con pantalones y camisas de lana, de colores obscuros, y mujeres con telas de tintes violetas, formaban ancha rueda, eslabonada por un piano viejo, ante el cual estaba el pianista. Junto al piano, un muchacho tocaba la guitarra y tres mujeres cantaban, llevando el compás con palmadas. En un ángulo de la sala levantábase el mostrador cargado de botellas y vasos con bebidas, cuyos fermentos alcohólicos saturaban el recinto de emanaciones mareantes. Y en el centro de la rueda, sobre la alfombra, tendida en el piso terroso, una pareja bailaba la zamacueca.
Jóvenes ambos, ofrecían notorio contraste. Era él un galán de tez tostada, de mediana estatura, de cabello y barba negros: un perfecto ejemplar de roto, mezcla de campesino y marinero. Con el sombrero de fieltro en una mano, y en la otra un pañuelo rojo, fornido y ágil, giraba zapateando en torno de ella. La muchacha, en cambio, parecía algo exótica en aquel sitio. Grácil y esbelta, bajo la borla de la cabellera broncínea destacábase su rostro, de admirable regularidad de rasgos. Tenía, lujo excéntrico, Un vestido de seda amarilla; el busto envuelto por un pañolón chinesco, cuyas coloraciones radiaban en la cruda luz, y en la mano un pañuelo también rojo. Muy blanca, la danza le encendía, con tonos carmíneos, las mejillas. En sus ojos garzos, circuidos de grandes ojeras azulosas, había ese brillo de potencia extraordinaria, ese ardor concentrado y húmedo, peculiares en ciertas histerias; y con la boca entreabierta y las ventanas de la nariz palpitantes; inhalaba ávidamente el aire, como Si le fuera rebelde a los pulmones.
Bailaba, ajustando sus movimientos a los compases difíciles, cambiantes, de la música. Y su cuerpo, fino, flexible, se enarcaba, se estirabahttp://www.prosamodernista.com/prosa-modernista/prosa-modernistaartistica/dario-herrera, se encogía, se cimbreaba, erguíase, vibraba, se retorcía, aceleraba los pasos, imprimíales lentitudes lánguidas, gestos galvánicos; o se mecía con balances muelles, adquiriendo posturas de languidez, de abandono, de desmayos absolutos. Y así, siempre serpentina rebosante de voluptuosidad turbadora, de incitaciones perversas, voltejeaba ante los ojos como una fascinación demoniaca.
¿De qué altura social, por qué misteriosa pendiente descendió aquella hermosa criatura, de porte delicado, de apariencia aristocrática? ¿Qué lazos la unían, antiguos o recientes, con su compañero de baile? ¿Era una degenerada nativa, a quien desequilibrios orgánicos aventaron lejos del hogar, en alguna loca aventura? ¿O la fatalidad la arrojó al abismo, convirtiéndola en la infeliz histérica, que ahora, en aquel recinto daba tan extraña nota, siendo a la vez una curiosidad dolorosa y una provocación embriagante?
La voz del inglés me arrancó de estos pensamientos:
–Voy a bailar... me gustó mucho la zamacueca... y esa mujer también. Ayer bailé con ella.
Le miré: su semblante permanecía grave, y sus grandes ojos celtas contemplaban serenamente a la bailadora. Sacó un pañuelo escarlata, traído sin duda para el caso, y adelantó hasta el medio de la rueda. La pareja se detuvo: el roto, cejijunto, hostil; la muchacha, ondulando sobre los pies inmóviles, sonriendo a Litchman, quien sin perder su gravedad, esbozaba ya un paso de la danza. .. Pero el suplantado, de un salto se colocó delante.
Un puñal pequeño relucía en su mano.
–Hoy no dejo que me la quite... Acaso la traigo para que usted...
No pudo concluir la frase: el brazo de Litchman se alzó y tendióse rápido, y un formidable mazazo retumbó en la frente del roto. Vaciló este, tambaleóse y rodó por el suelo, con la cara bañada en sangre. La música y el canto enmudecieron; y la rueda expectante convirtióse en un grupo, arremolinado alrededor del caído Ya Litchinan, impasible siempre, estaba junto a mí y nos preparábamos para salir, cuando agudo, brotó un grito del grupo. Hubo otro remolino disolvente, y apareció de nuevo la primitiva pareja de baile. El hombre se limpiaba con el pañuelo la sangre de la frente; la muchacha rígida, como petrificada, como enclavada en el piso, no trataba de enjugar la ola purpúrea que le manaba de la mejilla. La herida debía de ser grande; pero desaparecía bajo la mancha roja, cada vez más invasora.
Y el roto, con voz silbante como un latigazo, le gritó a aquella faz despavorida y sangrienta:
–Creías, pues, que sólo yo iba a quedar marcado...





MEDITACIÓN

de Darío Herrera

Demetrio saltó del lecho, vistióse maquinalmente y salió al balcón. La atmósfera de fuera le bañó con una onda de frialdad, grata a su cuerpo febril por el insomnio. Sus nervios perdieron la tensión irritada; la calma se hizo en su cerebro. Readquirió la noción del tiempo y de las cosas, y pudo consagrarse, en aquella hora propicia, a la observación sugestiva de la vida cósmica.
Un vigoroso despertar iniciaba en la naturaleza; la aurora esclarecía ya el infinito celeste. Veía él, abajo, el jardín pletórico de plantas; frente, el Plata, vasto y móvil. En los árboles, al presentimiento del sol, la savia primaveral bullía sordamente, mezclando su hervor con el frufrú de las hojas, al paso leve de la brisa. Lejos, el estuario mostraba incierto su horizonte bajo la bruma flotante. Cerca, había en las olas retozos dulces; y las espumas formadas fingían, al través del aire ligeramente turbio, grupos de mujeres, bañando sus desnudeces ebúrneas en la frescura de las aguas.
Alzó los ojos. En el cielo, en el confín del occidente, una góndola de oro pálido bogaba sobre un mar de púrpura. Más acá, solitaria, destacábase una catedral gótica, en cuyas vidrieras lucían todas las descomposiciones del morado, desde el violeta obscuro hasta el lila desfalleciente... En lo más alto surgieron las ruinas de un palacio corintio: aparecían arcos rotos, columnas truncadas, capiteles y frisos partidos, mezclados con fragmentos de estatuas, entre los cuales surgía un torso femenino, torso espléndido, como de una maravillosa Afrodita. Y en el levante, nubes blancas, sobre un incendio rosa, eran grandes témpanos de hielo iluminados por una aurora boreal.
Aquellas visiones sucedíanse con rapidez de magia. Mirándolas, Demetrio se sintió lleno de ideas indulgentes. Las meditaciones del insomnio se le presentaron de nuevo; pero regeneradas ya, sin nada áspero ni hostil... ¿Por qué culparla? En verdad, ella fue la primera en provocar, en el baile de esa noche, el rompimiento, que interponía entre ellos un abismo infranqueable. Y él, herido en su orgullo, lo aceptó, retirándose de la reunión, conmovido por la brusquedad de aquel hecho imprevisto, cuyo resultado fue el insomnio. De ahí sus pensamientos febriles. Pero ahora, en la magnificencia benigna de aquel amanecer la reflexión recuperaba sus impresiones íntimas. Y remontándose a un tiempo lejano, empezó, fríamente, a desdoblar sus recuerdos.
Estaba recién llegado. La conoció una tarde de verano, en la residencia campestre de ella... En esa época tenía una tarea, escribía un libro, y deseo despótico, ir ciudad luminosa, su patria intelectual, donde estaban sus gustos y sus aspiraciones. Y hubo un día para él de profundo enervamiento. No pudo escribir una línea siquiera; las ideas permanecieron informes. La nostalgia le anegó el espíritu, y tuvo como nunca el anhelo por la ciudad distante. La noche le encontró sumido aún en su enervamiento; y para escapar a toda aquella sugestión triste, se dirigió a casa de ella.
Le recibió sola, en la sala. Cruzáronse frases; luego ambos callaron, absorto él en una contemplación inusitada; ella, vagamente ruborosa. Realzaba la gracia fina de sus formas un vestido blanco; sobre la amplitud de su frente de palidez de alabastro, el cabello era un toque intenso de sombra, y en el rostro, grave y pensativo, los ojos se abrían como dos mágicas flores negras. Impresionado por esa belleza virgen, como si se le revelara en todo su encanto, por primera vez, adivinando por la turbación de ella una simpatía fácil de transformarse en amor, pensó que allí iba a obtener quizás fe y entusiasmo para su existencia monótona. Las palabras de ternura brotaron; y ante él se formó el miraje de una dicha apacible, pródiga en beneficios morales.
Desde aquel instante intentó inculcar en ella una modalidad interna concorde con la suya. Pero chocaba con preocupaciones invencibles, solidificadas por la rutina tradicional de una sociedad en atraso. Y él tampoco podía modificarse; no tenía el hábito de tales usos. Su temperamento rechazaba esa manera de amar insípida, cuya elocuencia se cifraba en la óptica, a distancia, resolviéndose de cerca en simplicidades pueriles. Además, acostumbrado a la observación de la naturaleza y de las obras de arte, sabía, por experiencia, que en el universo material no existe lo bello absoluto; que es sólo un producto de la estética ideológica del artista, superior a todos los esplendores de la realidad. En la contemplación externa del ser amado hallan ilusión completa los espíritus vulgares, inaptos para el análisis sutil de las líneas y de los matices; pero el suyo no era ciertamente así como llegaba a esa completa ilusión. Requería que intervinieran la palabra y su influencia en la auditora, para que, con lo espiritual adivinado y lo físico tangible, en la embriaguez del propio sentimiento, surgiera en él –reemplazando ventajosamente al original– un arquetipo de belleza, creación exclusiva del cerebro.
Con tal exactitud se cumplía esto, que, cuando el cerebro de ella mostrábase rebelde a las sugestiones del suyo, se interrumpía en el acto el brote de su amor; el pensamiento se le iba a otros lugares, y convertíase en frialdad su abstracción inevitable. Este modo de ser, exótico en aquella atmósfera social, fue engendrando en ella la incredulidad. Se asombraba de que no se condujera como los demás, y vengábase con ambigüedades y reservas de esas "rarezas absurdas". Y se sucedieron los meses sin ningún cambio grato; antes bien, cada vez era más difícil la armonía. Al fin, aquella noche, conocedora de su repentino proyecto de ausencia, quizás con el secreto deseo de desvanecerlo, más impulsada por un mutismo para ella impenetrable, cortó bruscamente el lazo inseguro que les unía, quedando roto así su compromiso, por suerte, todavía secreto.
No, era injusto culparla. Era injusto exigirle, niña sencilla, el conocimiento de espíritus hijos de una civilización avanzada, hechos de refinamientos y de complicaciones múltiples. Hubiérase precisado el ambiente de esa civilización, para que, por virtud de una constante cultura cerebral, evolucionaran en sentido favorable sus ideas, sus creencias, todo su organismo. Sin aquel ambiente, ella tuvo que seguir el curso fatal de costumbres tradicionales... ¿Por qué entonces no cedió él a las preocupaciones de ella? ¿Por qué no impidió el desenlace final? Pudo impedirlo. Luego ¿el culpado era él? Tampoco. En todos sus actos tenía la convicción de obedecer siempre a una fuerza misteriosa, que le guiaba a términos jamás previstos. Y no era bastante su lógica –desarrollada en una época razonadora por esencia– vencerle esta superstición. Quizás la herencia extraña de alguna raza del viejo Oriente, llegaba a él al través de tiempos seculares, y por eso en la ruta que le iban trazando los acontecimientos de su vida, no trataba de hacer cambio alguno, ni una modificación siquiera... ¡Ah, la fatalidad!
¡Sólo ella fue la causa de aquella ruptura, ya irremediable!
Un deslumbramiento le arrancó de su concentración. Sobre la curva del horizonte libre de brumas, alzábase el sol, bajo una gloria de llamas. Por el azul incendiado, en el aire, con transparencias de cristal, corrían las ondas luminosas, en las cuales danzaban miríadas de corpúsculos, brillantes como polvaredas diamantinas. El Plata espejeaba; las espumas adquirían la blancura ofuscadora de la nieve, y la naturaleza toda absorbía la esencia solar en un espasmo de placer ilimitado. Aquello era hermoso; pero con hermosura simple, por la crudeza de la luz. Faltaban las mágicas decoraciones celestes; los símbolos arquitecturales de las nubes; la ficción de los copos espumosos, todas las ilusiones evocativas de la aurora...
Meditando en esto, Demetrio tuvo de pronto una clarividencia. Comprendió que en el mundo moral los hechos –productos de estados de alma– tienen siempre un aspecto ilusorio, que sufren variaciones parciales, de momentos, y entonces la ilusión se modifica, y variaciones absolutas, de épocas, y entonces la ilusión se extingue. Salvó con el pensamiento los meses y los años; se trasladó a un futuro más o menos lejano, y viose con sentimientos e ideales distintos, ¿Cuáles serían allá sus entusiasmos? ¿Cuáles sus tristezas? ¡Quién sabe! Pero, sin duda, del presente conservaría apenas un recuerdo confuso, frío, desdeñoso tal vez... Y desde allá, desde ese misterioso futuro, hizo la evocación de su amor: en la memoria no era sino una mancha incierta, una sombra vaga, flotante en el vacío… 




UN BESO


de Darío Herrera

Los pasajeros abandonaron el comedor, y quedamos en la sala del Chile, los cuatro amigos de la misma mesa, siguiendo, entre las aspiraciones del Mamo de los cigarros y los sorbos del café, nuestra charla, mecida cadenciosamente por los tumbos suaves del barco. En el salón contiguo, Alicia, la linda limeña –cuya vivacidad adorable, en la gracia ingenua de sus diez y ocho años, alegraba la monotonía del viaje –tocaba en el piano un he de Mendelssohn.
Estamos a la altura de Anca. Al través de las ventanas aparecía, distante, el puerto cautivo. Su caserío se apiñaba sobre la cordillera costeña, cuya absoluta aridez, desde el comienzo del litoral pemano, se rompía ahora con frescos cuadros de verdura. Del otro Lado, la vista dilatábase por la planicie marina, de trepidaciones lentas y largas, sobre la cual un sol gozoso, en el cenit, dardeaba su luz tibia. En los flancos del vapor, el manso oleaje de la rada tenía sonoridades dulces.
Y como se hablara de las mujeres de Lima, Antonio, el joven santiaguino, que venía de concluir en un colegio de New–York sus estudios de ingeniero electricista, exclamó:
–Sí, convengo en que son encantadoras; pero pierden mucho cuando se las compara con las norteamericanas... A pesar de mi profesión no soy, en lo general, partidario de ese buen país yanquee. Me abruman –a mí, latino por esencia –sus maquinarias, sus puentes, sus edificios, sus diarios, sus réclames, todas sus creaciones enormes y desproporcionadas: ellas evidencian un don especial para lo inarmónico, para lo inartístico. Pero, en cambio, poseen algo encantador, algo de que guarda mi espíritu un recuerdo imborrable. ¡Ah, sus mueres1... He besado mas bocas virginales que rayos luminosos está derramando el sol en el mar. En este ejercicio adquirí conocimientos profundos; y, como des Esseintes en la del perfume, soy un maestro en la complicada ciencia del beso. En ella reside el placer perfecto, por lo mismo que no se llega jamás a la saciedad del goce total, con su corolario de hastío. Y no creo nada tan delicioso como esos flirts –inofensivos farsas amorosas– en que ejecutáis, pianista hábil, músicas exquisitas sobre el teclado vibrante de una boca propicia, roja y aromada cual cereza madura!....
–No estamos de acuerdo, Antonio –dijo don Carlos, diplomático ecuatoriano– Las muchachas norteamericanas, con su educación y sus costumbres, me producen el efecto de las Semivírgenes. ¡Dar los labios al primer conocido con la impúdica facilidad de una cortesana vulgar! Eso será agradable para los galanteadores de oficio; pero es desilusionador para el amante sincero. Eso es la prostitución, la vulgarización del beso, convertido así en un acto tan estúpidamente maquinal como el de darse la mano, puesto que pierde todo el atractivo de lo difícil y prohibido.
–Tiene razón, don Carlos, –dijo Hernández, el emigrado venezolano. –Además, agregó palideciendo, tales besos serían profanadores para quienes saben que los hay mortales.
Y como si hablara consigo mismo, con voz sorda y trémula, en una evocación dolorosa, continuó diciendo:
–Yo amaba a aquella niña con todo el entusiasmo y toda la generosidad de mis veinte y cinco años. La amaba por su belleza aristocrática, por su inocencia absoluta, por su temperamento nervioso, hondamente sensitivo, que la sumergía a menudo en tristezas inconscientes y avasalladoras.
Sobre su existencia en flor, agitaba sus alas tenebrosas una enfermedad trágica: un aneurisma cardíaco. Tarde o temprano, no lo ignoraba, la fulminaría; pero esto, en lugar de aminorar mi cariño, lo acrecentaba, y hacíame amarla con más ternura, pues, a cada instan te, me asaltaba el temor de que, por cualquier conmoción ruda, estallan el terrible mal..
Una noche, noche del trópico, esplendorosamente serena, suavemente tibia, fragante con todos los perfumes traídos por el viento desde las grandes selvas, quedamos solos los dos en el balcón de su casa. La anciana madre leía en el salón cercano. En lo alto flotaba la luna, solitaria, y radiante en el inmenso azul. Lejos, el océano tenía en sus aguas un tinte de plata. Y en tomo nuestro, en las casas vecinas, y abajo, en la calle, dormía la vida.
Mi novia, Elisa, vestía de blanco. Sus cabellos negros, recogidos sobre la cabeza, temblaban al soplo fugitivo de la brisa, circuyéndole La palidez de la frente como un raro nimbo de sombra. Y al resplandor cándido de la luna, bajo el casco azabachado de sus cabellos, en su vestido blanco, ella, tal linda, estaba maravillosa; parecíame colocada allí para una apoteosis.
Nos encontrábamos muy juntos; nuestros hombros se rozaban, nuestras manos se oprimían, y nuestras miradas cruzábanse, cargadas de reflejos húmedos. Fue aquél un momento de embriaguez, de locura, de delirio pasional, en que los labios callaban y las pupilas se decían cosas secretas y divinas. Y repentinamente, sin que ella, fascinada, hiciera resistencia alguna, la atraje, la aprisioné entre mis brazos, y nuestras bocas se confundieron en un beso, el primero, largo, sordo, quemante, supremo!
¡Supremo, sí, pero fatal! Porque de pronto la sentí estremecerse violentamente; con un movimiento brusco separó del mío su rostro, lívido, desencajada, y sus ojos, casi fuera de las órbitas, expresaron no sé qué atroz martirio, qué infinita angustia. Luego, un leve soplo surgió de su boca, serenáronse sus facciones... gravitó entre mis brazos inerte, pálida, espantosamente rígida como una estatua de mármol!
–Esperan a los señores para una partida de poker –dijo un sirviente, asomando su cara afeitada en la ventana.
Los cuatro amigos nos levantábamos pensativos:
Hernández conmovido aún por su narración, los demás perdidos en recuerdos de cariños lejanos, que venían envueltos en brumas de nostalgias. Al salir, una onda más fuerte de música, percutió alegre en nuestros oídos. Alicia atacaba la marcha nupcial de Lohengrin, y Antonio, en quien no perduraba ninguna impersión, me dijo quedo, confidencialmente:
–Es una suerte que ella no haya escuchado a Hernández, porque... imagínense que para esta noche, después de la comida, en nuestro paseo por la cubierta, me tiene prometido un beso…





La nueva Leda


de Darío Herrera





–La tarde está linda, mamá; hoy no siento ninguna fatiga, no he tosido desde esta mañana... ¿Ves? Respiro muy bien, y creo que pronto estaré buena. Déjame ir a Palermo: no es día de corso y el paseo me pondrá mejor... te lo aseguro.





La madre contempló a la hija con su angustiosa mirada de siempre, y un rayo de esperanza brilló en aquellos ojos. Sobre la demacración terrosa del rostro de la joven, aparecía difun­dida una leve aurora; las pupilas tenían resplandores más in­tensos, y todo el semblante ostentaba inusitada animación, cual si en aquel organismo, corroído por la tisis, comenzara a realizarse una resurrección milagrosa.





El permiso fue concedido; y de la Avenida Alvear la victo­ria partió, al trote del vigoroso tronco. Recostada sobre los cojines del carruaje, Julia bebía con fruición el aire oxigenado de la gran calzada. Iba sola, y esto la contrariaba. Experimentaba la necesidad de hablar; una alegría secreta, cual fluido mágico, le circulaba por los nervios. Nunca se sintió en tan benéfica disposición moral; sus ideas tejían sueños luminosos, y su cuerpo impregnado de ese jocundo baño interno, se aligera­ba, llenábase como de vida nueva, e imprimía a sus músculos agilidad y fuerza... Sí, experimentaba la necesidad de hablar, de comunicarse con alguien, y lamentaba no llevar a su lado a alguna amiga. Pero carecía de amistades íntimas, hacía va­rios años. El mal se inició durante el paso peligroso de la in­fancia a la pubertad, y su manifestación más significativa fue una melancolía constante, que la retrajo de todo trato social. No se la veía desde la época en que, sana y fresca como las yemas primaverales, vertía en torno suyo el encanto de su in­teligencia precoz y la gracia de su prometedora belleza. Así, atravesó en su victoria, inadvertida, por entre los concurren­tes de Palermo, y fue a situarse junto al lago, bajo la radiosa calma vespertina...





Y en la tarde declinante, el lago esplendía como un espejo, en su quietud bruñida. Los árboles de la orilla lo circundaban, proyectando sus sombras en el agua hospedadora. Por inter­valos, desprendíase alguna hoja seca, voltejeaba en el vacío, y descendía a posarse sobre la superficie temblorosa. De las ave­nidas inmediatas, sordos e intermitentes, llegaban el ruido de los carruajes, el rehilar de las bicicletas, o el murmurio de las pisadas de los paseantes. Y la sensación de soledad del sitio, rota un momento, recobraba su imperio; y entonces, vibraba más claro y musicalmente el vuelo de la brisa entre el ramaje sonoro. Arriba, el cielo lucía incólume su azul, pálido como seda antigua; y en el horizonte, una gran nube de violeta epis­copal, era como un suntuoso catafalco que la noche prepara­ba al sol.





De improviso, en un recodo del lago, muy cerca, surgieron dos cisnes; avanzaron, e inmovilizáronse luego sobre la onda trepidante. Parecían contemplar, con recogimiento medita­bundo, la extenuación de la luz. Eran distintos: el uno blan­co cual un copo de nieve virgen; y el otro negro como tercio­pelo funerario; ambos igualmente hermosos en sus opuestos plumajes... Julia los miraba desde su coche, en el que hacía unos minutos se tendía con languidez, perezosa, fatigada, mientras un secreto malestar, una vaga opresión, le acongoja­ba el pecho, tal como si una bomba neumática, lenta, furtiva­mente, le extrajera de los pulmones pequeñas dosis de aire. El cisne negro la entristecía, sin saber por qué; antojábasele un pájaro mortuorio, y su pico teñido en sangre por algún acto cruel. En cambio, el blanco, al cual iban con más insistencia sus ojos, le traía al cerebro una visión lejana, cuando, años an­tes, viajaba con sus padres por Europa: un cuadro pictórico, visto no se acordaba dónde, en París, o en Roma, o en Flo­rencia. En el cuadro, un soberbio cisne, de blancor lácteo, desplegaba amorosamente sus alas sobre el cuerpo desnudo de una mujer, cuyas carnaciones opulentas parecían bañadas en una luz blonda. El cuello del ave se estiraba hasta el rostro, y su pico posábase en la boca, audazmente, como ávido de beber la sonrisa de los labios entreabiertos… aquel cuadro mirado con indiferencia infantil, había persistido por uno de tantos fenómenos cerebrales, en la memoria de la niña, y de su estado latente pasaba ahora a evocación activa, cristalizándose, lleno de revelaciones… «¡Qué dulzura suprema –pensaba Julia– la de esas alas sedosas, tibias, sobre la piel estremecida de la inspiradora del cuadro!»





A este punto, un escalofrío le recomo el cuerpo como rá­faga glacial. La tarde, sin duda, se enfriaba. Arrebujóse en el abrigo, puesto en el coche por la previsión materna, y volvió a recostarse sobre los cojines. La fatiga le aumentaba; crecía el secreto malestar de su pecho. Intentó retirarse, mas la detuvo el pensamiento de que si allí, en aquel paraje despejado, el aire le era esquivo, peor le sería en cualquiera otra parte. Sin embargo, y a pesar del abrigo, un escalofrío más recio le frotó de nuevo la epidermis, sacudiéndola toda. Sutiles corrientes de hielo deslizábanse ahora en la circulación de su sangre. Los oídos le zumbaban. Por el rudo latir de las sienes adivinaba que la cabeza le dolía, que le dolía violentamente; empero, el dolor escapaba a su percepción mental, le era insensible. Y la ligereza fluida de su carne, en vez de aminorar, progresaba, prestándole la ilusión de ser ya un elemento etéreo... Súbito, el paisaje se nubló; los seres y las cosas circundantes palide­cieron, perdiendo sus perfiles y contornos. Luego se borra­ron, se disiparon, se extinguieron y ante sus ojos sólo quedó flotando una gruesa bruma gris.





En verdad, aquello era anormal. Así lo comprendió Julia. Dióse también cuenta de que en ella moraba la causa, de que había recrudecido su enfermedad, de que se hallaba, tal vez, muy grave. Convino, de modo cabal, en lo urgente de su re­greso a la casa; y trató de incorporarse para dar al cochero la Borden. Pero dominaba su voluntad una inercia imperiosa, y su pensamiento permaneció incapaz de exteriorizarse. Y no pudiendo abandonar su actitud, inapta a toda acción física, cerró, resignada, los ojos, al peso insostenible de los párpa­dos... Entonces, al través de ellos –cual si fueran substancia translúcida– vio operarse una como representación teatral, en la que, a un tiempo, ella actuaba y presenciaba, siendo, por tal virtud, la espectadora de sí misma.





En su casta desnudez, semejante a una flor cándida, Julia se mecía sobre el lago. El agua era templada; pero a ratos, colá­banse por entre ella hilos finísimos de un líquido más denso, un líquido congelante, a cuyo roce el cuerpo le tiritaba con temblores espasmódicos. El firmamento, velado por nubes caliginosas, era una lámina de plomo; y sobre ese fondo, som­bríamente gris, en el cénit, un sol enorme, níveo, como de plata fundida, flameaba. La hoguera meridiana encendía la at­mósfera; y ésta, bochornosa y rarefacta, producía en jadeos sofocados.





En torno suyo, distante, un cisne blanco trazaba círculos centrípetos. Verificaba la aproximación despacio, en silencio. A medida que se acercaba, engrandecía, abrillantándose su blancura hasta despedir reflejos deslumbradores. Ya junto a ella, gigantesco, irradió un calor húmedo, y la envolvió en él, provocándole una transpiración copiosa. En seguida le rozó el cutis con la felpa del plumón; el pico le cosquilleó en los labios, y las alas tendiéronse y empezaron a abanicarla rítmi­camente... Pero todos estos contactos no la deleitaban, ni le eran siquiera inofensivos; antes bien, causábanle agudos mar­tirios. El plumón tenía la frialdad cáustica de la nieve; sobre su boca el pico imitaba una ventosa que le sorbía, poco a poco, con tenacidad implacable, la respiración; y el aire, re­movido por aquel inmenso abanico, carecía de frescura, tor­nándose, al contrario, en una especie de gas, cada vez más as­fixiante. Y el terrible pájaro gravitaba, ya por entero, en sus miembros paralizados, con peso abrumador. Y le fue odioso, infinitamente odioso; y como su cuello curvo serpenteaba sin cesar delante de los ojos de ella –de nuevo abiertos, casi exorbitados– alargó los brazos para asírselo; para, a su turno, asfixiarlo, estrangulándolo, y de esta suerte cobrarle todo su sufrimiento...





La extraña dualidad que poseía le permitió verse: sus manos se agitaban en el espacio, persiguiendo, en pugna encarnizada, el cuello del cisne. Y aquel cuello serpentino la chasqueaba, siempre, evadiéndose de los dedos con vertiginosa rapidez, en una burla abominable, en un zigzaguear tormentoso. La lucha duró unos minutos; al fin cansada abatió los brazos, recuperán­dola su inercia. Y para salvarse, al menos, de la visión de esa víbora blanca –la cual, después de oscilar burlona ante su vis­ta, reanudaba en los labios la horrible succión del aliento– con­virtió los ojos a lo alto. El cielo presentaba una modificación siniestra: tenía ahora el tinte de un terciopelo fúnebre. Y sobre aquella techumbre fatídica, fijo aún en el cénit, el sol se había trocado, en una esfera roja, de un rojo sangriento y opaco. También la actitud de ella en el lago era diferente: hallábase en pie, rígida, encima del agua, que la soportaba y retenía como una imantada superficie sólida. Y así, erguida, el malestar interno se guía su labor torturadora, duplicado, mientras fuera las alas con­tinuaban abanicándola, removiendo, transmutando el aire, enviándoselo en ondas crecientes de gas asfixiador. Y sobre su car­ne convulsiva el contacto del plumón era más frío...





Un brusco dolor en el pecho, un dolor atroz, destrozante como una mordedura la obligó a bajar los ojos. Y su espanto no tuvo límites. El monstruoso pájaro le horadaba el pecho, arrancándole pedazos de carne viva... La miraba agresivo dar–deándola con sus pupilas íbsfóreas en centelleos malignos. Luego, el pico volvió a penetrarle por el seno izquierdo, tala­drándoselo, y empezó, dentro, a hurgarle en el pulmón, a mordérselo, a desgarrárselo, deshilacliándoselo fibra por fibra con parsimonia feroz. El suplicio de ella era horroroso, y lo acrecentaba hasta lo imponderable su tiránica inercia...





Ya se creía condenada irredimible de aquella tortura, cuan­do he ahí que un tercer actor intervino, surgiendo, de repen­te, entre ambos. Era un cisne negro, gigantesco también, de lustroso pico escarlata, de plumaje aterciopelado, de aspecto, a la vez, lúgubre y espléndido. Y a su presencia, el blanco re­trocedió, se alejó, huyó veloz, evaporándose en la penumbra reinante... «Éste viene a seguir más cruelmente la obra del otro» –se dijo Julia, desesperada. Pero ¡oh prodigio! el negro cisne la estaba contemplando benigno, con ojos cariñosos, con ojos maternales, con ojos de una infinita dulcedumbre. Y sus alas se abrieron, y la arroparon, tibias, sedosas, acari­ciantes. Y aquella comunión de sus cuerpos, infiltraba en el de Julia un bienestar inefable: le anestesiaba el pecho, se lo untaba como de un bálsamo maravilloso, y le desvanecía to­dos los dolores, todas las angustias, todos los tormentos... En tanto, no se apartaban de los suyos los ojos del ave, llenos de no sabía qué ultraterrena ternura. Después, el pico la besó en la boca... y Julia sintió que deliciosamente se dormía.





Fue el beso piadoso de la muerte...






7 comentarios:

  1. se nesecita mas informacion es una porqueria!!!

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  2. la zamacueca es una porqueria e historia, prefiero jugar freefire

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  3. Este se vio interesante pero la verdad no la pude entender pero esta buenisima👌

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  4. Me imagino que ni la entienden

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  5. Niños diotas, no tienen cultura

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  6. ¿Ideas principal del cuento LA ZAMACUECA?

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